El otro día cuando volvía de hacer retiro espiritual con algunos curas de la Asociación de Sacerdotes del Pradó de Catalunya i les Illes Balears me paró una chica con rasgos de algún país del Este. Me pidió que le diera algo para comer. Rápidamente también se me aproximó un hombre, que después pude adivinar que sería su compañero sentimental, con la misma canción sin música. “Tú me tienes que ayudar para comer” me dijo con un tono contundente y casi amenazador. Les dije a los dos que les pensaba ayudar y fuimos a buscar un bar. En el transcurso del camino la demanda cambió. Se pasó de la comida para aquella pareja a leche de recién nacido prematuro para un posible hijo. Fuimos en busca de una farmacia cuando decidieron que era lo mejor. Preferían quedarse ellos sin comer para que su hijito tuviera su alimento. Como por arte de magia otra vez cambió de parecer. Me dijo que la leche era cara y acabó por pedirme que le comprara dos billetes de autocar para volver a Barcelona porque de allí venían. Insistí en comprarles la famosa leche sin lactosa. Pero no aparecía en las dos farmacias que fuimos. Al final el buen hombre se despidió cuando la situación se estaba convirtiendo en una obra de teatro surrealista. La leche que le compré no era la que él pedía. La que deseaba no existía.
El dependiente de la última farmacia me advirtió, cuando aquel sujeto ya se había marchado y me estaba devolviendo el importe, que aquella pareja ya había venido varias veces con otras personas con la intención de que se les pagara algún medicamento. E, incluso, me siguió explicando, que más de una vez habían entrado al establecimiento para pedir dinero porque no les llegaba para pagar el importe total. Fue más de media hora de distancias cortas porque me sentí con el aliento de un hombre y una mujer que necesitaban ser reconocidos, necesitados de todo y de nada.
Jesucristo también es una persona de lo cercano, impregnándose de lo más bajo de lo humano para levantarlo a lo más bello del ser humanamente dignificado por la divinidad: Cuando llegaron al sitio llamado de la Calavera, crucificaron a Jesús y a los dos malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. (…) Uno de los malhechores allí colgados le insultaba, diciéndole: ¡Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros! Pero el otro reprendió a su compañero diciendo: “¿No temes a Dios, tú que estás sufriendo el mismo castigo?” Nosotros padecemos con toda razón, pues recibimos el justo pago de nuestros actos; pero este no ha hecho nada malo. Luego añadió: “Jesús, acuérdate de mí cuando comiences a reinar.” Jesús le contestó: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. (Lucas 23, 33.39-43).
Otro día yendo a comprar algunas cosas me encontré con Emilia, una mujer que había estado cantado en la “Coral Harmonia” de la parroquia. Ella venía de hacer un encargo con su ritmo delicado después de pasar mucho tiempo recuperándose de sus problemas físicos y de alguna operación quirúrgica. Me invitó a su casa que estaba situada a pocas calles de nuestro encuentro de distancias cortas y sonrisas largas. Pasamos una tarde agradable de infusión y chocolate con sal con la compañía posterior de Pere, el masajista militante que le ayudaba en su recuperación.
Hay que remarcar que también el Hijo del hombre se expresa de la misma manera de proximidad encarnada en estos momentos festivos de humanidad como en las ráfagas de desaliento deshumanizador del caso anterior. Regenera a la persona para humanizarla con mucho amor entregado sin condiciones; saca lo mejor de uno, aunque apunte a que todo está perdido. Había allí seis tinajas de piedra, para el agua que usan los judíos en sus ceremonias de purificación. En cada tinaja cabían entre cincuenta y setenta litros. Jesús dijo a los sirvientes: “Llenad de agua estas tinajas.” Las llenaron hasta arriba, y les dijo: “Ahora sacad un poco y llevádselo al encargado de la fiesta.” Así lo hicieron, y el encargado de la fiesta probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde había salido. Solo lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua. (Juan 2, 6-9a).
Pepe
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