Ante los retos que tenemos como parroquia en este nuevo curso que acabamos de comenzar me sale recordar los tres pilares que descansan en Cristo de una comunidad eclesial: la celebración de la fe, la formación cristiana y el servicio a los demás.
Hoy me detendré en la parte de la formación que, para mi entender, necesitamos todos para situarnos en la realidad que nos ha tocado vivir tanto eclesial como socialmente. El domingo pasado cuando estábamos viendo la proyección de la película “Francesco” de la directora Liliana Cavani más de uno se interrogaba ante símbolos, signos y escenas que aparecían en el largometraje. Se desconocían su contenido espiritual. También hace un tiempo que una amiga profesora, que es creyente, me explicó la reacción de un alumno ante un crucifijo durante la visita de una iglesia gótica. “¿Qué hace ese “tío” colgado allí?”. Ejemplos como este podemos sacar del baúl de nuestros recuerdos. No es de extrañar que cada vez tengamos la obligación moral de defender la memoria de la cultura cristiana en un mundo secularizado y siempre amenazado por la amnesia cultural.
Personalmente decidí hace un año volver a estudiar en la Facultad de Teología de Catalunya. Sin darle más vueltas me inscribí a la Formación Permanente para laicos, religiosos y presbíteros. Así empecé a reciclarme en algunas materias que las tenía ancladas en el período de formación de seminarista. ¡Y ya son más de 18 años!
Por tanto todos y todas que formamos nuestra parroquia estamos llamados a alimentar nuestra fe con una formación que dé razón de nuestra esperanza. No importa que hayamos hecho, en algún momento de nuestra vida, catequesis. De la misma manera que nos tenemos que comer para crecer y mantener una salud estable, también necesitamos tener una dieta alimenticia para crecer intelectual y espiritualmente en la fe y no coger anemia formativa. Siempre estamos en formación porque la vida es dinámica y viene acompañada por nuevas experiencias que hay que interiorizar.
Pablo de Tarso me recuerda la labor que he de tener como sacerdote para formar a los demás tal como se lo dijo a Timoteo: No descuides los dones que Dios te concedió cuando, por inspiración suya, los ancianos de la iglesia te impusieron las manos. Pon toda tu atención en estas cosas, para que todos puedan ver cómo adelantas. Ten cuidado de ti mismo y de lo que enseñas a otros, y sigue firme en todo. Si lo haces así, te salvarás tú y salvarás también a los que te escuchen. (1 Timoteo 4, 14-16).
Para acabar esta humilde reflexión, os comparto unas palabras del Concilio Vaticano II a los laicos (Sobre el apostolado de los laicos, n. 25) que nos podrá alentar en este camino de formación que todos tenemos que realizar cada uno según sus posibilidades. La formación para el apostolado supone una cierta formación humana, íntegra, acomodada al ingenio y a las cualidades de cada uno. Porque el seglar, conociendo bien el mundo contemporáneo, debe ser un miembro acomodado a la sociedad de su tiempo y a la cultura de su condición.
Ante todo, el seglar ha de aprender a cumplir la misión de Cristo y de la Iglesia, viviendo de la fe en el misterio divino de la creación y de la redención movido por el Espíritu Santo, que vivifica al Pueblo de Dios, que impulsa a todos los hombres a amar a Dios Padre, al mundo y a los hombres por El. Esta formación debe considerarse como fundamento y condición de todo apostolado fructuoso.
Además de la formación espiritual, se requiere una sólida instrucción doctrinal, incluso teológica, ético-social, filosófica, según la diversidad de edad, de condición y de ingenio. No se olvide tampoco la importancia de la cultura general, juntamente con la formación práctica y técnica.
Para cultivar las relaciones humanas es necesario que se acrecienten los valores verdaderamente humanos; sobre todo, el arte de la convivencia fraterna, de la cooperación y del diálogo…
Pepe
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