Hace unos días tuve dos experiencias muy sagradas con animales: una cría de pájaro y un cachorro canino. Un pajarillo caído de un nido luchaba por remontar el vuelo con el impedimento de que sus alas aún no estaban lo suficientemente desarrolladas. En aquel momento pasaba por allí y lo recogí dándole calor en mis manos. Casualmente me encontré con Encarna, voluntaria de Caritas entre otras cosas, que me recordó que había una mujer de nuestro barrio de Bellavista que tenía muchos pájaros y que seguramente se ocuparía de él. Al final, Encarna lo adoptó y lo ha estado cuidando pacientemente hasta que el pájaro se ha muerto.
También hago mención de otra vivencia: Mercedes, animadora del MIJAC y voluntaria de Cáritas, entró al local seguida por un perrito que parecía perdido. Después de un cambio de impresiones, tensiones y algunas lágrimas derramadas por el cachorro, se llamó a la protectora de animales para que se hiciera cargo de él. Dos hechos con animales que desprenden ternura y respeto por lo creado por el Dios de la Vida.
San Francisco de Asís, considerado el patrón de la ecología, nos recuerda en su himno que la naturaleza, en concreto la Tierra, es expresión del amor divino: Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre Tierra, la cual nos sustenta y gobierna, y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas...
Siguiendo con mi exposición de esta semana quiero dejar claro que la lista de pecados o heridas profundas en las relaciones humanas con Dios, con los otros y con uno mismo, se ha ido actualizando en el transcurso de los siglos. Ahora también se habla del pecado que atenta contra la naturaleza, la creación, ... Si vamos matando poco a poco el medio ambiente que nos rodea también lentamente los seres humanos nos iremos suicidando. Desde hace años muchas voces claman al cielo por el maltrato injusto, despiadado y egoísta que está recibiendo nuestro planeta.
Agradecemos desde aquí el grito profético del obispo de Roma Francisco en su última encíclica titulada “Laudato si” (“Alabado seas”), para ponerse al lado de los que lloran ante el pecado ecológico. Esta hermana Tierra clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que «gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura. (Laudato si, 2). Sigo utilizando las palabras papales de la última encíclica, que os recomiendo leer, saborear y practicar desde el Evangelio en su color verde de esperanza tal como lo vivió nuestro patrono San Francisco. (…) san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad: «A través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se conoce por analogía al autor» (Sb 13,5), y «su eterna potencia y divinidad se hacen visibles para la inteligencia a través de sus obras desde la creación del mundo» (Rm 1,20). Por eso, él pedía que en el convento siempre se dejara una parte del huerto sin cultivar, para que crecieran las hierbas silvestres, de manera que quienes las admiraran pudieran elevar su pensamiento a Dios, autor de tanta belleza. El mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza. (12)